Por una redefinición del plagio
En su teorización
sobre el Unheimlich (‘lo siniestro’/‘lo ominoso’/‘la extrañeza
inquietante’), Freud (2014) detecta cómo en nuestra cultura la figura del ‘doble’
ha sufrido una transformación importante: “de un asegurador de la supervivencia
se convierte en un siniestro mensajero de la muerte” (p.8). Aquello que se asemeja
a nosotros mismos, a lo nuestro, solía darnos sosiego y sugerirnos el eventual
abrazo de lo de fuera; ahora le tenemos un gran temor, un miedo irrefrenable, a
lo idéntico, a aquello que nos duplica y nos refleja en igualdad. Podría
postularse, en un ejercicio caprichoso, una relación análoga en el acto de la
escritura y de la distribución de lo escrito. Mientras que en el pasado los
mitos y las leyendas se actualizaban acorde a cada territorio y cultura, fagocitando
formas ajenas en la participación colectiva, hoy día parece haber una aversión
profunda por aquello que remite, directamente y sin mediación alguna, a un lugar,
a una mente, a una ‘fuente’ similar.
Quizá sea este el malestar que nos
hace sentir la reproducción “sin más” de un texto o el parecido exagerado entre
dos escritos. Que alguien redacte o pueda redactar lo mismo que nosotros es
algo aterrador que se debe evitar a toda costa —así como es aterrador pensar que
los otros seres humanos (sobre todo si poseen un color diferente de la piel o
detentan otra nacionalidad) sufren, sienten hambre y respiran como nosotros—. Este
gesto repelente proviene de un egoísmo muy particular de los hombres; de su
creencia abarcadora en la unicidad y especificidad de cada ser; de su fe en el
genio poético o investigativo que, como por arte de magia, expele cosas
particulares y sui generis; de la adjudicación de la creencia en las
partículas, en las soledades, en las distancias. En otros términos, en nuestra
sociedad individualista todavía creemos fielmente en la singularidad de las
ideas y de los escritos.
Y es que, precisamente, el plagio
está basado en la noción de la propiedad privada de las ideas y las patentes:
si una cabeza piensa algo, puede reclamarlo como suyo. Como si fuera un lote de
tierra o un par de zapatos; como si las ideas fueran cosas, apropiables
y expropiables. Lo anterior lo confirma la Real Academia Española (2018), con su
definición de la palabra plagio, que es “[la copia] en lo sustancial
[de] obras ajenas, dándolas como propias” (nótese ese último énfasis en la idea
de ‘propiedad’). ¿No es esto, y no el plagio mismo, lo verdaderamente
asustador? Digamos que un pueblo con necesidad de limpiar sus aguas se entera
de que un inventor tiene una máquina que podría servirle; no obstante, este
individuo se rehúsa a ceder sus derechos, ya que el pueblo no tiene dinero. ¡Las
aguas se pudrieron, pero se defendió el derecho de la propiedad intelectual!
Como conocedor lo suficientemente
entrenado de las reglas de citación y del sistema de la apa (American Psychological Association), yo debo ser
categórico en lo siguiente: ¡la noción que hoy se tiene de “plagio” es absurda
e inhumana! Esta suscribe las concepciones modernas de la escritura, en nuestra
opinión falsas (y sobre todo mixtificadas, pues confunden también), que nos
invitan a creer que la producción textual es inherentemente individual, un
ejercicio casi monástico y segregador. Qué curioso es, sin embargo, que en este
tiempo nuestro de las leyes estrictas y de la punición anticopia —en el que se
supone que todo es original y único— sea cuando menos ideas originales/innovadoras
surjan. Borges (1987) lo planteó bien en una de sus historias: el hombre se constituye
como palimpsesto, se alimenta de otros discursos, consciente e
inconscientemente, para producir y reproducirse.
¡Ya hace mucho que se inventaron la rueda, el
fuego y todo lo que existe bajo el sol! El hombre, en su imperfección y en su
balbuceo, solo repite en palabras diferentes aquello que sus antepasados,
lejanos y cercanos, dijeron antes. La novedad, en su falso brillo y esplendor,
no existe. Todas las tesis, las disertaciones y los trabajos de grado, entre
otros, ya tendrán su doble en universidades de otros países, en escritos
y en mentes de otros tiempos. ¿Quién será pues el censor absoluto o la
autoridad suprema para emitir juicios y sentenciar castigos severos por el
plagio en este mundo hiperlegislado? ¿No se plagian unas leyes a otras?
¿No plagia La declaración de los derechos humanos (1948) a La declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano (1789)? La respuesta a estas
preguntas la hallaremos seguramente en una redefinición de qué es
verdaderamente la copia de un texto.
Aunque quien lea esto piense que
ostento una postura anárquica y nihilista frente a los constreñimientos que
buscan evitar el plagio, nada se aleja más de la verdad. A fin de cuentas, yo
también estoy citando en este escrito; no oprimí la tecla copiar seguida
de pegar en algún sitio-antro de la web de mala muerte; me he
especializado en las normas apa como
labor profesional, y, por supuesto, me gustaría que se me citara si alguien
reprodujera este texto. Lo que postulo es el advenimiento de una noción más humana
del plagio: ¡que las reglas de citación sirvan para el reconocimiento de
lo humano y no para el castigo! ¡Para el festejo de las asociaciones epistemológicas
y la mayor sociabilidad entre culturas! ¡Sobre todo para la celebración del
hecho de que sin los otros no pueden producirse ideas!
Si
Dios hizo la luz, Edison, la electricidad, y Göbel, la bombilla: ¿a quién
pertenece la invención de la bombilla de luz eléctrica? Para mí, la pregunta
debería cambiarse de la pertenencia a la pertinencia: en esta
situación hipotética sobre un dispositivo novedoso, las tres figuras son
pertinentes y deben ser reconocidas. Pero por eso, la una no debe primar sobre
la otra, ni se debe encarcelar a Edison por haber usado la divina luz, ni a
Göbel por haberla encapsulado en su receptáculo de vidrio. Plagio sí,
pero no así. Normas de citación también, pero con humanidad ‘al cien’. No creo
en el individualismo que no cita a los demás, pero tampoco en ese que no
permite —por medio de las limitaciones burocráticas del copyright o los
límites ficticios de las 40 palabras— que lo citen. Reconocer que alguien ha
escrito algo muy similar a lo mío no debería ser la marca del defecto, sino la
corroboración de lo humano: solo la máquina copia sin producir nada nuevo.
Referencias
Borges, J. L. (1987). Ficciones. Buenos Aires: Emecé.
Freud, S. (2014). Lo siniestro. Madrid: Librodot. Obtenido
de https://www.ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-23-Freud.LoSiniestro.pdf
Real Academia Española. (2018). plagio. Obtenido de
Diccionario de la lengua española: https://dle.rae.es/?id=TIf06In
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