¿Hasta qué punto puede
ser correcto proclamar a un autor como el único y exclusivo dueño de un
escrito? ¿El acto de plasmar el pensamiento en papel hace del escritor el mejor
conocedor de un texto de su autoría? Al momento de elaborar estas interrogantes
no interpelamos a Barthes (2009), quien esbozó su crítica a la figura del autor
que se lucra de sus ‘ideas propias’ en el mundo capitalista. Lo que hacemos es preguntamos,
literalmente, sobre una posible e inherente cercanía entre un autor y su texto:
esos tipos móviles, esa tinta en el papel, entrelazados sintagmática y semánticamente.
Consideramos que de afirmarla estaríamos ignorando una serie de condiciones
materiales y fenómenos de la escritura y la lectura que, a nuestro modo de ver,
no acercan al autor de un texto a este último, sino que más bien lo alejan. Ya
Blanchot (2002) elucidó este alejamiento:
El escritor no puede permanecer cerca de la obra: solo
puede escribirla, y cuando está escrita, solo puede distinguir un acceso en el
exabrupto Noli me legere [‘No me leerás’] que lo aleja, que lo aparta o
que lo obliga a regresar a ese “espacio” donde había entrado para transformarse
en el sentido de lo que debía escribir. […] Por él, la obra se realiza, es la
firmeza del comienzo, pero él mismo pertenece a un tiempo donde reina la
indecisión del recomienzo (p.20).
En otros términos:
después de escribir, el autor se desvincula de su texto, que queda a la deriva —por
siempre alejado, navegando las aguas de la recepción—, en favor de todas las
posibles interpretaciones y reapropiaciones que de este harán lectores
potenciales. Se trata de un tránsito, una suerte de transacción obligatoria, de
la prelación del acto escritor al protagonismo de la potencia lectora. No obstante,
entre la soledad del autor y esos lectores que encuentran a un nuevo
amigo en algún producto del mundo de los significantes existe una mediación.
Nos referimos a una acción tercera que prepara a todo libro, a todo ensayo
académico, a toda ponencia y, entre otras, a toda publicación periódica para la
consumación del punto de contacto, para el arribo al momento de lectura. Hay un
camino que facilita la ‘expropiación’ de aquello que el autor creía erróneamente
suyo, que hace de los tipos móviles y de las ideas una pertenencia común de
todos los lectores: la corrección de estilo.
Entonces, corregir un texto, inmiscuirse
en él, puede ser comprendido como una acción democratizante y colectiva: nos
referiríamos, sin lugar a duda, a la construcción de un puente entre el misterio
hermético de un autor y la libertad significativa de un lector. Aquello que, en
últimas, encamina al texto a su punto de destino y de crecimiento; así como la
madre prepara al niño para la escuela cada mañana, y de paso este deja de pertenecer
a la casa en la salida y exposición al mundo, así prepararía un
corrector-madre al texto-niño que deja a su autor-casa. Como bien afirmó
Palacios (2018), el corrector es quien se esfuerza para entender la idea que el
autor quiere comunicar al lector; es quien participa en el ennoblecimiento de
la comprensión del texto considerándolo como imagen-reflejo de su autor. ¡Una
acción que responde al llamado al entendimiento y a la distribución globales de
un escrito! Sin embargo, no debemos confundirnos con las metáforas embelesadas
y las proclamas casi republicanas sobre cuán altruista es una corrección. Por
el contrario, esta tiene otra cara.
Toda corrección de estilo es,
indiscutiblemente, una violencia y un ejercicio de dominación, igual de
estrictos que fundamentales. Como todo cambio social, como una verdadera
revolución, se hace necesario el conflicto para consolidar el alejamiento del
autor y el eventual acercamiento entre el lector y el texto que quizá disfrutará.
El lector entenderá en la medida en que el corrector apartará del camino al
autor. El corrector de estilo, de acuerdo con lo anterior, no podría ser ni
sería jamás un intercesor neutro o piadoso, nada de eso; por el contrario, precisaría
del ejercicio brutal de la fuerza —ocular, enfrentado a la blancura del papel o
a la incandescencia de la pantalla; táctil, para oprimir decididamente las
teclas de “suprimir” o de “cortar”; espiritual, para enfrentarse al egoísmo y la
autoadulación del autor—. Todo puente, toda apertura de senderos para andar en
paz y armonía, requirió la existencia de brazos fuertes y alimentados que
dominaran al ladrillo y a la piedra de los adoquines. De igual manera, toda lectura
es posibilitada por una corrección impositiva.
En
vista de todo lo anterior, consideremos quiénes fueron los grandes editores
literarios de la historia moderna; a quiénes se recuerda a la par que a los
autores mismos. Pensamos en las grandes figuras como Gordon Lish (editor de
Raymond Carver), Max Perkins (editor de Thomas Wolfe), Ezra Pound (editor de T.
S. Elliot) y Max Brod (editor de Franz Kafka), entre otros. Sin ellos, las obras
de estos autores no habrían iluminado a tantos a lo largo de los años con sus
innovaciones lingüísticas y capacidades trascendentales; incluso, para casos
como el de Kafka, quizá ni siquiera habrían visto la luz. Todas estas figuras,
como estipuló Roca (como se citó en Triunfa con tu libro, 2016), supieron, en
su condición de correctores de estilo idóneos, capturar la historicidad del
lenguaje de su tiempo y su calidad idiomática; hicieron, en últimas, de los
autores hombres de su tiempo. No obstante, difieren de su concepción de la
corrección: como nosotros, ellos creían que, de ser necesario, la reescritura,
por conflictiva que sea, puede tener lugar.
En
conclusión, la corrección de estilo es la belicosidad que conduce a la armonía
en la escritura, la usurpación que reestablece su verdadera posición a los textos
en el mundo sígnico: fuera del autor y dentro del lector. Es por esto que en su
condición de interventora y elevadora de textos, esta labor debe ser
considerada una necesidad social —a nuestros ojos tan importante como la
de otros mediadores: los intérpretes de la onu,
los programadores de lenguajes binarios o los oficiantes de inmigración
a la entrada de cada país—, a pesar de su violencia intrínseca (véase la figura
1, una reinterpretación del corrector luchando con los “demonios de un texto”).
El hecho de que hoy en día este oficio peligre porque se menosprecie el valor
que se debe cobrar por matriz y el abaratamiento de la producción (Triunfa con
tu libro) da cuenta de una sociedad degenerada: gentes a quienes no importa la
calidad de sus textos y, por consiguiente, la necesidad de comprenderse unos a
otros. En últimas, debemos recuperar duramente la corrección estilística,
en pos de endurecer los vínculos entre los hombres y mujeres del mundo.
Figura 1. Representación gráfica del corrector de estilo frente a un texto y sus monstruos
Referencias
Barthes, R. (2009). La muerte del autor. La letra
del escriba(51).
Blanchot, M. (2002). La soledad esencial. En M. Blanchot, El
espacio literario (págs. 17-29). Madrid: Editora Nacional.
Palacios, T. (17 de julio de 2018). La corrección de
estilo. Obtenido de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=qkKChMwjgzI
Museo de Bellas Artes. (2019). El sueño de la razón produce monstruos. Obtenido de Museo de Bellas Artes: https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/733/
Triunfa con tu libro. (8 de noviembre de 2016). Corrección
de estilo y ortotipográfica: los fundamentos de una buena corrección con Raquel
Ramos. Obtenido de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=NIz1BBilw1I
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