En un principio, a
alguien —sobre todo a quien bien por ignorancia/desinterés voluntarios o bien
por el desconocimiento motivado por la carestía en las condiciones vitales materiales—
podría parecerle exagerada la minucia propuesta por el manual de las normas APA
(American Psychological Association) con respecto a los actos de planeación, de
ejecución y de publicación de la escritura, en sus formas cualesquiera.
Consideremos: ¡casi trescientas páginas, ocho capítulos divididos en muchos
subcapítulos, intentan resolver el eterno debate de cómo redactar bien! A
propósito de esto, surge la necesidad de asimilar que, quizás, un conjunto de
reglas tan complejizado suponga la preexistencia de un idioma (en nuestro caso,
el castellano) y de un proceso (la escritura) correspondientemente complejos.
Como plantea Ehri (como se citó en Cantos, Defior, Jiménez y Serrano, 2006):
la escritura es un proceso más complejo que la
lectura, algo explicable por el hecho de que la primera consiste en un proceso productivo
del lenguaje, a diferencia de la lectura que es un proceso reproductivo. La
escritura de palabras no ofrece claves contextuales y requiere un mayor
esfuerzo cognitivo en la conversión de fonemas a grafemas, es decir, los
recursos de memoria necesarios son mayores en el caso de la escritura que en la
lectura. (p. 344)
De ahí que sea
difícil la escritura, como es difícil la vida misma; eso es algo
incontrovertible. Y quien escribe lo hace para otros lectores vivos. Surge,
entonces, una pregunta caprichosa: ¿de tener la existencia un manual de
instrucciones, sería menor, igual o mayormente abstruso que el conjunto de normas
de la APA? No planteamos de manera gratuita esta relación que vincula a la complejidad,
a la vida y a la escritura: son elementos indisociables. Así, aquello que
quisiéramos proponer en este breve escrito es que, a diferencia de lo que todos
creen, el Manual de publicaciones… (valga decir, en su tercera edición
traducida de la sexta en inglés) no es un simple librillo de reglas arbitrarias
o el producto totalizante de unos psicólogos americanos desocupados. Aún más,
este compendio de normas ni siquiera sería, para nosotros, una simple guía para
la correcta y estandarizada escritura de textos académicos e investigativos;
tras esta “fachada” (impresa incluso en su portada), ubicamos un significado
latente, un secreto valor de uso o función mayor.
Esto dicho, las normas APA son, sin
error a equivocarnos, una guía de etiqueta para la vida misma, un entramado de
convenciones y de disposiciones que intentan reglar, si no oficializar, ciertos
parámetros para un deber escribir que carga implícitos un deber ser y
un deber comportarse. En otros términos, estas reglas americanas de la
escritura poseerían una dimensión ética y moral de la vida que trasciende a los
simples consejos o tips para aprender a amaestrar la redacción
científica en español. Es sencillo verificar este apartado desde la teoría,
pues ningún decálogo o prescripción —desde las constituciones nacionales hasta
aquellos que conciernen al lenguaje, como las susodichas normas o los tratados
de escritura o las famosas poéticas (p. ej. el Ars poética de Horacio o la
Poética de Aristóteles)— carece de un lugar de enunciación, es decir, “el
lugar desde el cual se habla”, aquellas “coordenadas de la geopolítica que
estructuran la relación entre las diversas comunidades” (Fraga, 2015, p. 179).
Las normas APA son, sin duda, una normalización determinada de la vida.
A
la luz de esta constatación, qué mejor comprobación de nuestro postulado que
una revisión del capítulo tercero del libro de normas. Entre algunos de sus
planteamientos están los siguientes: hay que extender un texto tanto como sea
necesario, sin exagerar; existen maneras de enumerar o listar elementos en un
texto, en párrafos distintos o separados, a través de números, letras y viñetas;
es necesario conocer los cinco niveles
de titulado y subtitulado —variaciones menores de la justificación, la negrilla
y los puntos finales— de un manuscrito; se utilizan conectores lógicos y
locuciones adverbiales para auspiciar la comprensión y la fluidez del texto… A
su vez, este capítulo, concerniente a la claridad y a la precisión de
los textos, elabora en las siguientes proposiciones: el tono de los manuscritos
debe ser conciliador y apaciguador, y no afanoso ni combativo; deben evitarse
la redundancia, la palabrería, la verborrea, la jerga, los coloquialismos…;
impera la flexibilidad verbal (el plural editorial o el mayestático) sobre la tercera
persona impersonalizada, etc.
No
obstante, son las partes últimas del capítulo las que más sustentan nuestra hipótesis:
los apartados que, de manera explícita, buscan una ulterior “reducción de la
discriminación” a través de la recomendación (que otros llamarían imposición)
de un determinado conjunto de valores sociales. Estos son género,
orientación sexual, identidad étnica y racial, discapacidades y edad.
Sobre estos, propone algunas de estas estrategias (entre muchas otras): la
especificación en la condición sexual del individuo (p. ej. varón bisexual) por
sobre el rótulo global e impreciso de “homosexual”; la sustitución de términos
como “negro” o “afrocolombiano” en pro de la utilización de “persona de raza
negra” y “africano-colombiano”; la problematización del término “minoría”; la desestimación
de expresiones que aparentemente remiten a la victimización extrema o a la
negatividad profusa a la hora de referirnos a las enfermedades; la caracterización
de las etapas de las vida o definición de niñez y de adultez…
En
consecuencia, ¿cómo no pensar en este manual en cuanto regulador/juez de la
vida cuando instruye a sus usuarios incluso acerca de temas tan amplios como la
percepción cultural del género y el abrazo de la deformidad y las
malformaciones de los cuerpos? ¿No escapan estos temas, quiéranlo o no, al acto
material de la escritura? ¿Se sobrelimitará la APA o acaso la escritura es un
acto sobrelimitado en sí, que rebosa a la vida misma? Lo que pretendemos es
confirmar lo siguiente: el manual de normas APA no es una colección ingenua y
desmotivada, objetiva y transparente, de reglas escriturales. Por el contrario,
este texto prescriptivo supone una toma de posición, un political stand proveniente
del norte de nuestro continente. No estipulamos, vale aclarar, que esto sea
malo o que una ideología detrás de las normas implique su nulidad o su inefectividad.
Recalcamos fervientemente el rol cohesionador y comunitario de la asunción de
las normas, entendemos sus contribuciones a la estabilización del caótico mundo
académico-investigativo (por naturaleza incongruente).
En
últimas, quisimos afirmar/confirmar que en el acto de escoger tales o cuales
normas de escritura, de ceñirse a una regla, hay a su vez un gran potencial de
creatividad y de orden, pero existe, a la vez, una suscripción a un conjunto de
nociones y conceptos mentales y sociales ya establecidos. Es esta una de las
tantas dificultades de las normas APA.
Referencias
Cantos, I., Defior, S., Jiménez, G., & Serrano, F.
(2006). Las complejidades del lenguaje escrito: comparación entre lectura y
escritura. En M. Amengual, M. Juan-Garau, & J. Salazar, Usos sociales
del lenguaje y aspectos psicolingüísticos: perspectivas aplicadas (págs.
343-352). Barcelona: Servei de Publicacions i Intercanvi Científic.
Fraga, E. (2015). Walter Mignolo. La comunidad, entre el
lenguaje y el territorio. Revista Colombiana de Sociología, 38(2),
167-182.
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