Bitácora - Semana 2


Un mundo donde la tecnología y la técnica maridaran con niveles nunca antes vistos de acceso y recopilación de la información —desde información de toda índole, dicho sea de paso: desde esa que compone los perfiles individuales (cuántos años tenemos, cuáles son nuestros gustos, cuáles son nuestros hábitos…) y cosas de lo más nimias (qué temperaturas ha hecho en estos días en el estado de California o cuántos días tardará en crecer un árbol de aguacate…) hasta otras de mayor trascendencia (cuáles son los verdaderos ingredientes de las comidas procesadas o datos secretos y espeluznantes de la mortal industria farmacéutica…)— habría podido conllevar un mundo mejor y, sobre todo, más justo. Un mundo donde los ciudadanos fueran completamente conscientes y consabidos de un uso responsable y especializado de los recursos electrónicos, y donde las instituciones, como el Estado, garantizaran los mejores intereses y condiciones de los pueblos y un compromiso ulterior mayor con la preservación y construcción del conocimiento colectivo. 
No obstante, nada parece ser así. Como ya bien nos indicó Karl Marx en sus consideraciones dialécticas de nuestras sociedades: nuestras condiciones materiales óptimas y desarrolladas ocultan una gran miseria y detrimento de los hombres y mujeres del común. Cuanto más parece avanzar el ámbito tecnológico, más parecen poder ofrecernos las máquinas en términos de innovación y de renovación y de facilitación de procesos de nuestras vidas, más parece que el hombre, especialmente en lo que respecta a sus capacidades cognitivas y sus libertades individuales, es constreñido y emasculado, que sus ámbitos material y mental y social de vida son estrechados y empobrecidos. De ahí que aparezcan algunas preocupaciones y especulaciones teóricas totalmente válidas sobre cuál es la verdadera distancia que separa las habilidades tecnológicas de los ciudadanos con sus habilidades de entendimiento y comprensión de la información —y, por consiguiente, de la sociedad en que viven—.
Visto todo lo anterior, quisiéramos proponer entonces una concepción algo más abarcadora de la idea de brecha digital, a partir de las elucubraciones de Marciales Vivas y de Burin, Coccimiglio, González y Bulla. Una brecha digital que supondríamos como cualidad inherente del mundo que habitamos hoy día; un concepto que saca a la luz el artificio engañoso que las tecnologías han supuesto para nosotros y que, a su vez, evidencia, así sea de manera proyectada y casi fantasmática, el mundo del deber-ser o del podría-ser en cuanto a los ordenadores y su relación con los hombres se refiere, el mundo deseado. De acuerdo con todos estos autores, el concepto evoca la idea de la separación que existe entre aquellos que tienen mayor y más fácil acceso a las tecnologías y aquellos que, por condiciones socioeconómicas e históricas, no lo tienen. Queremos ampliar dicha noción y estipular que ambos grupos de ciudadanos, los que son nativos digitales y los que no, han sido cooptados por un mismo sistema engañoso que los desventaja a ambos y que se aprovecha de ellos.
La brecha digital la entenderíamos, personalmente, como la distancia entre el mundo tecnológico viciado de hoy y el mundo tecnológico posible; la concebiríamos como el alejamiento entre lo que supuso el sueño-utópico tecnológico de lo digital como motor de la concordia y la comodidad universales —propio del periodo de tiempo de los años sesenta (con las teorizaciones de la cibernética) a los noventa (con la ulterior creación de la WWW y la red)— y aquello que se materializó verdaderamente: un lugar donde la tecnología no sirve al hombre, sino que el hombre sirve a la tecnología, en su detrimento (un paso acelerado del buen robot de Isaac Asimov a la terrible Hal-9000 de 2001: Odisea en el Espacio). Y precisamente este proceso que caracteriza nuestro análisis es exhibido cabalmente en el documental Googleando a Google; en él, se documenta el oscurecimiento de un sueño noble y alentador. El gran motor de búsqueda iniciará, encomiablemente, una misión de comunicar a las personas y de digitalizar toda la información que existe en el mundo.
No obstante dichos esfuerzos por encausar los datos a un bien común, la realidad sería muy distinta: manejando más de veinte petabytes por día, Google se convertirá en un gran imperio de las informaciones, una potente herramienta para la persecución de las personas, el usufructo de sus datos vía terceros o entidades gubernamentales y la trazabilidad y monitoreo de los recorridos en línea. Algo similar ocurrirá con grandes herramientas como Facebook, que progresivamente diseñarán un plan a través del cual a cambio de servicios aparentemente gratuitos los individuos irán cediendo voluntariamente retazos de información que posibilitarán la creación de perfiles en bases de datos gubernamentales y de compañías privadas, todo con fines económicos y explotadores. En otras palabras, el mundo —ahora indisoluble de una realidad que de virtual y telepresencial solo tiene el nombre— funcionará ahora y exclusivamente a espaldas de todos los hombres; un funcionamiento tras bambalinas que supone peligros tanto para el cotidiano como para la fisiología misma de los individuos.
Este mundo —a diferencia de lo que planteó una vez Régis Debray en su Introducción a la Mediología, donde explicaba como el advenimiento de las nuevas tecnologías no fagocitaría a los hombres y los modos tradicionales de comunicación, sino que los acoplaría en una síntesis pacífica, una coexistencia ideal— subsume a sus habitantes y se les presenta como algo incomprensible y más allá de su entendimiento. Y es que: ¿quién sabe, entre la gente común y corriente, cómo funciona verdaderamente un algoritmo y cómo este dispone de nuestros datos? ¿Quién conoce, salvo una minoría, los funcionamientos subrepticios de las páginas de términos y condiciones que aceptamos sin leer siquiera? Si tan solo los llamados nativos digitales fueran completamente conscientes de las tecnologías que utilizan y ese hechizo de carácter óptico, tipográfico y brillante que parecen conjurar sobre sus utilizadores; sin embargo, no lo saben: que sus iPhones son almacenes de datos para grandes corporaciones, que su Spotify no es sino su catalogación como especies del mercado.
He ahí, la condición sine qua non de nuestro planteamiento: el futuro (o, bueno, el presente) prometía que los hombres podrían hacer un uso beneficioso de las redes y de los aparatos; pero nada fue de esa manera: la actualidad, con todas sus pantallas y sus gratuidades secretas y malintencionadas, coopta y constriñe las competencias informacionales, y por ende las capacidades cerebrales y las libertades y disposiciones sociales de los hombres, en pro del establecimiento y la promulgación de competencias informáticas que en apariencia son vanguardistas e innovadoras —muy en la línea de cómo los gobiernos hoy consideran que entregar cajas y cajas de tabletas y dispositivos electrónicos a los niños de la periferia consolidará su aprendizaje esencial y necesario—. Nuestro mundo y sus instituciones, y sus aparatos y mecanismos, es uno en apariencia, uno digital; no obstante, si como dijo Benjamin, todo documento de civilización es documento de barbarie, este escondería otro mundo depauperado, empobrecido y disminuido en sus talentos y potencialidades.

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